Edén al Oeste
Si Edén al Oeste
fuera una película infantil, sería de Disney, claro, con final feliz y
fuegos artificiales. La cuestión no sería, entonces, el fondo tanto como
la parafernalia y el adorno. La crítica del mundo mejor que se vende a
esos países menos favorecidos hecha por parte de Costa-Gavras nos hace
entender que es una venta vacua. Como todas. Es divertido pensar en los artistas griegos. Quiero decir, si Cavafis nos contaba que el camino era lo importante y el fin era lo de menos, su paisano cinéfilo -y cinematográfico- nos viene a decir que un mojón de pato: si algo es duro y horrendo y espantoso es el viaje al fin dorado que no existe, ese que se vende desde el primer mundo -los de la champions league- al segundo y tercer mundo. Tres mundos para una misma especie.
El protagonista (de ahora en adelante Manolo) es un joven soñador y currante y guapo, como todos los inmigrantes que quieren comerse la champions league. Se enrola en un barco pagando, seguramente, una fortuna para que le lleven a un país váyase usted a saber cuál desde un país que imagínese aquel otro. No tiene nombre y es de cualquier parte que no sea Europa ni USA, claro. El no lugar que nos vislumbra la película (bueno, el destino es claro: Francia, no así el destino de inicio) es un dilema harto interesante y enigmático que va más allá de los que plantea el propio Marc Augé ya que directamente nos transportamos a nacionalidades y territorios con fronteras y leyes inventadas por el anonimato que implican estas acciones y no, por el contrario, aeropuertos, estaciones de autobuses y/o mercadonas. Ese no lugar del que disfrutamos en la película hace que reflexionemos sobre la dispar diferencia existente de la burbuja europea en la que vivimos (viven) y la realidad de la mayor parte de la población mundial.
Me gusta la manera en la que el director juega con esos no lugares y las aventuras y desventuras que sufre el protagonista; no es baladí que tras una de cal siempre le llegue al hombre una de arena, como si en realidad su camino tuviera un poquito de Cavafis, un poquito de Augé, un poquito de Aristóteles (Manolo deja tras de sí un reguero de mitos), un poquito Manu Chao, un poquito de Quijote, un poquito de Almodóvar y un poquito de muchas cosas ni buenas ni malas, a lo Nietzsche, claro, a lo grande y a lo superhombre, ya se sabe: no hay malos ni buenos sino todo lo contrario. En fin. Después de su odisíaca-cavafiana aventura, después del sinfín de ilusiones muertas al finalizar la película, después de sus esfuerzos en trabajos variopintos como gigoló, mozo, mago..., al final queda la nada. O el todo; porque estás de suerte: te encuentras en París. Pero París no mola tanto, nos viene a decir Gavras con la escena final.
La verdad es que es un película muy bien hecha, con un tempo magnífico, con humor del bueno, del inteligente, del... Bueno, igual no tanto, pero sí que es muy corrosivo políticamente (qué menos viniendo del griego más reivindicativo actual) y la crítica es palpable con sutileza, con dignidad, con descaro, y no sólo es hacia la Europa actual (o champions league), sino especialmente a esa Francia tan francesa que se pregunta muy seriamente si los extranjeros que hay en ella se sienten franceses ya o si por el contrario tardarán mucho en hacerlo.
El protagonista (de ahora en adelante Manolo) es un joven soñador y currante y guapo, como todos los inmigrantes que quieren comerse la champions league. Se enrola en un barco pagando, seguramente, una fortuna para que le lleven a un país váyase usted a saber cuál desde un país que imagínese aquel otro. No tiene nombre y es de cualquier parte que no sea Europa ni USA, claro. El no lugar que nos vislumbra la película (bueno, el destino es claro: Francia, no así el destino de inicio) es un dilema harto interesante y enigmático que va más allá de los que plantea el propio Marc Augé ya que directamente nos transportamos a nacionalidades y territorios con fronteras y leyes inventadas por el anonimato que implican estas acciones y no, por el contrario, aeropuertos, estaciones de autobuses y/o mercadonas. Ese no lugar del que disfrutamos en la película hace que reflexionemos sobre la dispar diferencia existente de la burbuja europea en la que vivimos (viven) y la realidad de la mayor parte de la población mundial.
Me gusta la manera en la que el director juega con esos no lugares y las aventuras y desventuras que sufre el protagonista; no es baladí que tras una de cal siempre le llegue al hombre una de arena, como si en realidad su camino tuviera un poquito de Cavafis, un poquito de Augé, un poquito de Aristóteles (Manolo deja tras de sí un reguero de mitos), un poquito Manu Chao, un poquito de Quijote, un poquito de Almodóvar y un poquito de muchas cosas ni buenas ni malas, a lo Nietzsche, claro, a lo grande y a lo superhombre, ya se sabe: no hay malos ni buenos sino todo lo contrario. En fin. Después de su odisíaca-cavafiana aventura, después del sinfín de ilusiones muertas al finalizar la película, después de sus esfuerzos en trabajos variopintos como gigoló, mozo, mago..., al final queda la nada. O el todo; porque estás de suerte: te encuentras en París. Pero París no mola tanto, nos viene a decir Gavras con la escena final.
La verdad es que es un película muy bien hecha, con un tempo magnífico, con humor del bueno, del inteligente, del... Bueno, igual no tanto, pero sí que es muy corrosivo políticamente (qué menos viniendo del griego más reivindicativo actual) y la crítica es palpable con sutileza, con dignidad, con descaro, y no sólo es hacia la Europa actual (o champions league), sino especialmente a esa Francia tan francesa que se pregunta muy seriamente si los extranjeros que hay en ella se sienten franceses ya o si por el contrario tardarán mucho en hacerlo.
Dentro y fuera de nosotros
se extiende el océano del misterio.
Remamos con la balsa del mito
para atrevesarlo.
Al oeste del Edén, de alguien llamado Chr. Malevitis.
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