Stone Junction, Jim Dodge


Como una canción de blues escuchada a ciento noventa kilómetros por hora en la carretera 61, así es como suena la lectura de Stone Junction, y a pesar del trasfondo (no tan tras) de la filosofía y el modo de vida de los forajidos que en ella se lee, no nos salimos nunca de esta carretera en la cual, lo único que puede y debe encontrar el protagonista, es la mezcolanza entre la vitalidad y el ascetismo. No es un viaje en balde (como cualquier viaje en sí mismo, vaya, supongo), pero este contiene un significado, si quieren, místico, que se aleja de la razón y le envuelve en un halo de magia romántica bienintencionado por parte del escritor norteamericano, y es que éste no sólo intenta estructurar la historia en un aparente desorden temporal, sino que las propias aventuras de Daniel Pearse se convierten en lecciones magistrales con las que el protagonista conseguirá ascender a ese ansiado plano astral. Pero el blues no se hizo para escucharlo, sino para lucharlo (¿no ha conseguido este tipo de música su objetivo al llegar al poder de estados unidos un hombre negro?), y no tuve la sensación de lucha por parte del autor, una lucha personificada en la temprana edad del personaje, por poner un ejemplo, o una crítica más directa a los U-ESE-A (que ya que te metes...) o qué sé yo... Pero quizás sea ese el objetivo de Dodge, simplemente contar el viaje astral de un muchacho que adelanta a sus maestros, una historia personal sin divagaciones, llena de magia. Magia. Sí, sí. Pues vale.

Es cierto que Dodge hace de las nuevas tecnologías un sueño casi efímero a lo largo de la novela, como si por poco fuera un visionario consciente de lo que rodea a ese mundo recién nacido. Pero a pesar de esa temprana visión de las comunicaciones cuando apenas las surcaban unos cuantos internautas pudientes, no es el tema más interesante que aborda la novela (además que tampoco es muy trascendente, siendo sinceros). Tampoco la relación entre moral e inmoral -o, si lo prefieren, leyes y delitos a pesar de la diferenciación que realiza uno de los personajes: "Mi amigo Volta dice que hay una diferencia importante. los forajidos sólo hacen el mal cuando creen que está bien; los delincuentes sólo creen que hacen el bien cuando hacen el mal" (pág. 37)- , ni tampoco los diálogos muchas veces innecesarios (aunque [casi] siempre entretenidos), tampoco la búsqueda de venganza por el asesinato de su madre, ni mucho menos aún las fases de aprendizaje blandurrias con los mejores maestros en el disfraz, en el juego, en las drogas, en el campo, en las leyendas indias..., sino más bien el viaje místico, como mencioné antes, que exploramos a través de los ojos de Pearse. No quiero decir que sea lo mejor de la novela, o tal vez sí, pero es evidente que es lo más misterioso o lo más atrayente o lo más vital, porque a pesar de las vítores dedicados por parte de Thomas Pynchon y demás fanáticos, la novela que tenemos ante nosotros no pasa del umbral del entretenimiento (y eso que sobran alrededor de 20 páginas, porque sí, porque sobran, porque son diálogos innecesarios, estados mentales repetidos, escenas repetidas, sentimientos repetidos: repe), pero no menospreciemos el sentido de entretenimiento, más aún cuando detrás hay un cúmulo de simbolismos y referencias a culturas ancestrales (muy original, sea dicho de paso) como la grecolatina y la india, siendo ésta última la de mayor peso: lunas dobles por doquier, personajes indios por doquier, conjuros inexplicables para adjudicar número de habitaciones, sueños con lunas dobles,  sueños con serpientes, lunas dobles otra vez... (Dodge: i'm yankee, ok? So, don't fuck with me, bro)... Pero sí, es el viaje místico lo que realiza al lector; leer cómo un chavalín que no puede follar más de una vez con cada tía (qué putada..., tener que acostarse con una tía nueva para que se le levante...) consigue encontrar el amor y con él fundirse en una luz plena, infinita, eterna, gratificante, orgiástica representada por el espejo interno de cada uno (o eso dicen los jarekrisnas) metamorfoseado en una bola de cristal. Nada como mirarse a uno mismo, fijarse en el interior de uno mismo, en las entrañas, en los sentimientos, a través de un diamante redondo que simboliza el camino de cada cual, el rumbo, la meta, el éxtasis, el summum. Conócete a ti mismo. Pues vale.

Pero mentiría si no dijera que en la última parte del libro todo gira alrededor de un personaje hasta ese momento inexistente, un personaje que es el nexo a la consumación de todo el viaje de Daniel Pearse, y aunque tiene poco espacio físico a través de las 537 páginas que abarcan las letras de esta bonita historia ([norte]americana) en la búsqueda del yo, creo que Dodge pretende mostrarnos la duda de quién o qué es la locura; ¿la loca del psiquiátrico o los que consiguen hacerse invisibles pensando en espejos? Psssa. Resulta un recurso facilón y rápido para plantearnos algo así como un: "¡oh! ¡Vaya! ¿qué es la locura? ¿Quién es el loco?" Pues quién va a ser, cojones... Todos: porque los extremos son los asideros de la realidad, y todos asumimos, conocemos y experimentamos esos extremos. Pero vale, la locura de ella es una locura real, por lo que es bella y la belleza es lo único que nos gusta. Toda una lectura para ver que todos están locos. Termina la novela con la fusión astral del jovencito Pearse con su yo íntimo (por fin folla más de una vez con la misma tía, es decir, que está enamorado o ha conocido el amor o vaya usted a saber qué sentimentaloides varios encuentra para extrapolar su plano metafísico y morir pleno y gozoso) y con la loca de turno preguntándose qué cojones ha pasado. Pues vale.

Comentarios